Conocido coloquialmente como el perro mexicano sin pelo, el xoloitzcuintli (pronunciado "show-low-itz-QUEENT-ly") adquiere su nombre de dos términos en la lengua de los aztecas: Xolotl, el dios del rayo y la muerte, e itzcuintli, que significa perro. Según la creencia azteca, el Perro de Xolotl fue creado por el dios para proteger a los vivos y guiar las almas de los difuntos a través de los peligros de Mictlán, el Inframundo.
Esta raza canina, una de las más antiguas de las Américas, se remonta a los primeros migrantes desde Asia, desarrollándose en la forma que conocemos hoy hace al menos 3,500 años. La peculiar ausencia de pelaje en el xolo (excepto por algún mechón en la cabeza, cola y patas) se debe a una mutación genética que también provoca la falta de premolares en estos perros, una característica dental distintiva que facilita la identificación de sus restos en contextos arqueológicos.
Los xolos son figuras recurrentes en el arte mesoamericano antiguo, representados con orejas puntiagudas y piel arrugada para resaltar su singular carencia de pelaje.
Este peculiar canino también atrajo la atención de los cronistas europeos como Cristóbal Colón y el misionero español del siglo XVI Bernardino de Sahagún. Sahagún describió cómo los aztecas envolvían a los xolos en mantas por la noche para resguardarlos del frío. Cuando la raza fue oficialmente reconocida en México en 1956, casi había llegado al borde de la extinción.
Además de su papel simbólico, los xolos eran uno de los pocos animales domesticados consumidos por los antiguos mesoamericanos, junto con los pavos. Los conquistadores, al llegar al Nuevo Mundo, desarrollaron un apetito considerable por esta conveniente fuente de proteínas caninas, poniendo en peligro la supervivencia del xoloitzcuintli.
Hoy en día, después de décadas de cuidadosa preservación, esta antigua raza de perros está experimentando un renacimiento.
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